sábado, 16 de enero de 2010

Buena Vista – Villa Aquiles





































































Desde Santa Cruz de la Sierra fuimos hacia Buena Vista, un pueblito a unos 100 kilómetros de esa capital económica. Llovía, porque para esta época del año en esta zona tropical de Bolivia las lluvias son muy frecuentes; tanto que los distintos ríos que bajan de las montañitas están crecidos por demás, hay inundados y los consecuentes evacuados y hasta un puente que se rompió.

En Buena Vista no nos quedamos. Un kilómetro más hacia adentro del pueblo, existe una comunidad de gente buena, buena y simple, que nos abrió los brazos y nos cobijó por unos cinco días. Nos dejaron armar la carpa en la escuelita de la comunidad, frente a la cancha de básquet y fútbol donde los niños juegan todos los días. Nos sorprendió de alguna manera tanta amabilidad. Claro, su forma de ver las cosas es muy distinta a la gran mayoría: la idea de tratar bien al que viene de visita tiene que ver con un efecto devolutivo. Suponen, ilusos, que el resto de la gente los tratará casi tan amablemente como ellos reciben a quienes los visitan. Nos abrieron los brazos y hasta las puertas de las chozas/casas/ranchos.

Pedimos permiso y acampamos y quienes primero (muy tímidamente) se nos fueron acercando fueron los más chicos, los que juegan en las inmediaciones de la escuela en épocas donde no hay escuelas. Ricky Martin (así se presentó), me enseñó algunos de los árboles que hay en el lugar donde viven: “Hay mandarina, Tipa, Palo Diablo (se llama así porque en su tronco habitan unas hormigas que muerden muy, muy fuerte); Pireré; Espino; Valeriano; Matakú; Siete Copas; Guayabo; Prontillo; Cocora; Erchochairú; Guineo; Mangamanzana y Mango.

Gran parte de la mañana jugamos fútbol con los chicos. A mi me tocó en el equipo de las chicas, y ganamos por goleada. En Villa Aquiles, las chicas son las que mejor practican el arte de hacer rodar el balón y eso jugó a mi favor. Esa misma mañana, Asunta, una vecina de la comunidad, nos invitó a su casa y nos presentó a sus sobrinas e hijas. Ella misma nos cocinó un arroz muy rico (con huevos y bananas fritas) y otro día Adriana, una de sus hijas, nos cocinó un guiso de lentejas inolvidable.

Hay alrededor de 20 casas en esta comunidad y bueno, los padres de familia básicamente viven del río que está sólo unos pasos (viven a la vera). Constantemente entran camiones y se llevan arena. La tarea de estos hombres es cargar los camiones con arena y cobrar, por cada camionada de arena, apenas 160 Bolivianos (poco menos de 100 pesos argentinos). También tienen una pequeña huerta y animalitos de granja, como chanchos, caballos, vacas, gallinas y demás. De todas formas, su principal actividad gira en torno al río que, cuando nos fuimos, había crecido tanto por las lluvias que se había parado la carga de arena. Del otro lado del río existe otra comunidad, un poco más aislada y ya viviendo en plena selva. Con ElDiego pasamos del otro lado pero no nos metimos en la selva… estaba “harto tupida”.

Nos fuimos de la comunidad sin querer irnos y sin querer ellos que nos vayamos de allí. Pero había llovido tanto el día anterior que aprovechamos que el jueves el cielo amaneció limpito y levantamos campamento. El destino: Villa Tunari.









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