domingo, 20 de mayo de 2012

Lo que somos, donde estamos, cuando nos vamos...

 

Ay mi Venezuela. Ya sos mía, ya te tengo, ya te agrado y ya, incluso, hasta me agradas tú a mí. Imagínate. Un policía no me va a dejar ir en paz “sólo porque hablas bonito”, me dijo. Entonces la mochila abierta, los corotos, las bolsas, las semillas de asaí ahí, en el piso revotando tan coloridamente. Caracas, tan condenadamente furiosa. ¿Qué te hicieron? ¿por qué gritas tanto? Es cierto, sangras por todas partes, como el continente entero; desde la Guajira hasta los hielos fueguinos, desde Los Andes a la Amazonía. Cuánta tristeza, entre tanta alegría.
Y nosotros acá, bañándonos en tus tripas. Comiendo de tus frutos y temiendo de tus hijos, tan estúpidos. Si hay que temer algo, pues temamos de la estupidez humana, esa que es producto de una aún más grande: la estupidez humana en masa. De una deviene la otra, lo sé por experiencia propia. Y esta una de convierte en la otra, como esa serpiente que se alimenta de su propia cola.
Los días en las montañas fueron buenos: nos ayudaron a respirar conscientes de cada inhalación y cada expiración. Las montañas nos generan conciencia, ahora.
Los días en la playa fueron de encuentros: ese contacto con la magia de la creación, esa cercanía a Dios, ese fluir de acontecimientos aparentemente guionados. La magia de los otros, los marginales, los desposeídos, los fracasados de la babilonia, las víctimas de la voracidad del sistema, sus crueles resultados. A veces -y esto no sé de dónde lo saqué, o si sólo es una imagen mental trillada- la flor más asombrosamente hermosa puede crecer en medio de pantanos y oscuridades. De pana.
Cree uno que después de caminarla tanto a esta Venezuela, de haber andado descalzo por la babilónica Caracas; de haber pernoctado en algún terminal de bus urbano; de haber presenciado la violencia y la locura, el grito liberador y el ruido destrozador; después de que el frío del páramo calara huesos y sus lluvias impidieran jornadas laborales; después de patear mil veces en la playa esa lata anteriormente usada para fumar mierda, puta mierda de plástico; después de sentirte uno más, ahí, pequeñísimo y sumergido en el océano de gente que es, por decir, Estación de trasbordo de Plaza Venezuela del Metro a las seis de la tarde, o las ocho de la mañana, da igual; después de respirar tanto alquitrán, de sentarte en cómodas y gratuitas butacas en un teatro lujoso; después de pasar mil ciento tres alcabalas policiales; después de verme los pies cuando el agua me llega al cuello, de beberme esa agüita de coco verde, tan sabrosa, tan purificadora; después de entender la mitad de las frases que te dicen, y así y todo continuar intentándolo, buscando las fuerzas que me ayuden a entender, imagínate (o imaginate), no sólo eso que te dicen, sino todo lo demás. Eso, todo lo demás.
Ahora nos vamos. Nos toca. Esperamos haber dejado algo, alguna impronta, una situación aislada, un recuerdo en la mente o el corazón de cualquiera de todas las personas que supieron abrírnoslo, aquí, y a manera de cada quien.
Somos transformación constante, movimiento infinito, efecto de nuestras propias causas.

Cuyagua



































Landinidad


 Marta, Gabriel y Candela; la familia en las afueras...