viernes, 11 de diciembre de 2009

Mercado 4



Vieja chota y mal pintada. Pasó y frunció el ceño. Yo la vi y ella no me vio. También arrugó la nariz, miró de reojo y volvió su vista al frente. Desconoció tanto su realidad, como la que la abrasaba y rodeaba ahí mismo. Caminó el trayecto a paso apresurado y trastabilló tacones de arcaicos zapatos “rojocharol” en ese apuro. Hacíanle juego con el rush carmín de los labios resquebrajados. Yo la vi y ella me evitó.

Y también evitó al turco que vendía puros; y a la yuyera y a esa hierva que alguna vez sanó y que todavía más.

Y no quiso ver los colores que de todas formas se sucedieron.

Y esquivó a las ratas que se hicieron un festín ese día, y el anterior, y el otro.

Y las callejas le ocultaron sus vergüenzas.

Y el pescado ya estaba muerto; y pescado.

Y la adolescente -ahí en el suelo: medio oculta, medio desnuda-, también muerta, muertísima. Pescada con su bolsita de veneno y su respiración agitada que la vieja chota y mal pintada ignoró.

Y así siguió, hasta llegar a la avenida: “Aire puro”, pensó mientras el ruido y el humo de los colectivos comenzaban a envolverla. Estaba de nuevo en su lugar y eso la hizo sentirse absurdamente viva.

Miró de reojo. Ya no trastabilló. Se sentía bien y por eso sonrió. Esperó en la parada nueve minutos. Llegó el 133 y lo abordó. Tenía el cambio exacto y el chofer se lo agradeció.

El mundo seguiría girando para ella un tiempo más. Lo suficiente para terminar esa botella que comenzó anoche, y que terminará en cuanto llegue a destino.



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